Hoy día vi esa medallita de bronce de Berlin y me remonté al momento ese que hace tanto no recordaba. Fue como una canción de jazz, impredescible y con imprevistos. Y tú que nunca entendiste el jazz, el blues, la Erich Heckle, el vino rosé y mis susurros de los compases de Nils Wogram en tu oreja. Ahora que hago memoria, tu oreja era el mejor lugar de mi boca, increíble, porque las partes de mi rostro no encajaban entre sí pero sí encajaban con las tuyas, como si mis ojos se sintieran más cómodos con tus labios que con los míos, quizás por eso yo sola no me sentía completa y te necesitaba para que me complementes, para que mi boca se sintiera tranquilita con tu oreja, susurrándote. Y si volvemos a la medallita de Berlín me dirías quizás que empiece con todo lo de Alemania, te ríes y me miras con esos ojitos saltones y te digo que ese idiota de Marx se las sabía todas, tú con la Kant y yo con la Marx, mientras ambos concordamos que ese Bach ha sido el mejor compositor del mundo y que el Barroco fue terrible. Que yo prefiero los años veinte con el jazz y los blues con la Erich Pechmann y la Fritz Weiss y tú prefieres ahora en el ahora, que nunca hubieras podido con las afueras de Berlín campestres y florecidas, que mi buhardilla a terciopelo no convendría con la tech del new age y que las pinturas siempre te recordaron a un pasado recóndito, oscuro y ambivalente. Ambivalente. Siempre que veías esas pinturas expresionistas de Erich Heckle, decías "pero qué ambivalente", ¿alguna vez supiste el verdadero significado de esa palabra? Como cuando usabas las palabras por usar, y decías por favor y gracias cuando debías decir gracias y por favor y, disculpa, disculpa las decías todo el tiempo, como cuando te equivocabas de si era el queen o el king, madamme o mosieur, si mis lágrimas eran lágrimas y no risas, y mis risas eran por esas lágrimas, si mis lágrimas eran tus lágrimas que yo ya no sabía si eran las tuyas, las mías o las nuestras, que al final daba igual, que si mis lágrimas venían por las tuyas, acababan siempre, siempre, siendo las nuestras. Que si nosotros eramos como esa melodía de jazz, impredescible y con imprevistos. Que si toda nuestra relación fue como esa melodía de jazz. Como ese soneto de Bach, como esas fúnebres muertes de Pechmann y Weiss, como en nuestros desacuerdos, cuando tu libro favorito era aquel Demian y yo defendía con uñas El lobo estepario de ese tal Hermann Hesse. Como que fuiste mi premio nobel a los naufrágios, a las riñas y al volver, al volver, al volver. Y quizás ese tal Günter Grass se debe estar matando de la risa de la invención de nuestros premios, pero así lo era. No existen premios a tu sonrisa, pero deberían, tampoco hay regalos, ni navidades, ni bajada de reyes, ni niños emocionados, nisiquiera una medalla. Pero tú me diste una medalla. Hasta ahora no sé que significa aquella medalla de Berlín que me regalaste cuando llegaste de tu viaje por las Europas; de todas maneras, la sigo conservando, porsiacaso, uno nunca sabe.
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